miércoles, 29 de marzo de 2017

El pecado de Uriel



El pecado del Uriel.

En la cúspide de un cielo imperial, yacían las Jerarquías Angelicales reunidas en un juicio por la desobediencia de uno de los Siete Arcángeles. Se le acusó de rebeldía y arrogancia. El condenado se mantuvo sosegado, con la mirada sombreada y no como solía ser antes de manchar su casi incorruptible nombradía; con la comisura derecha de sus labios ligeramente arqueada hacia arriba.

—Se ha tomado la decisión de expulsarte del Reino del Cielo —afirmaron con contundencia los tres Arcángeles principales que quedaban.



Él se despertó en medio de la noche, sobresaltado, luego de soñar con aquello sucedido hace un siglo. Secó el sudor de su frente, se dispuso a ponerse de pie en el momento en que se dio cuenta de que no estaba solo.

Salió de su oscura alcoba muy alerta, con parsimonia, sin encender ninguna luz. Aquella presencia maligna aumentaba, cosa que lo ponía más ansioso, nervioso, puede que con algo de preocupación, pero primero tendrían que arrancarle la cabeza antes de admitirlo. Siguió su camino por el pasillo sombrío, mientras una gota de sudor descendía por su espalda. Se paró en seco, moviendo sus pupilas bajo la penumbra en busca del indeseado, pero no lograba dar con él.

Soltó un fuerte suspiro, pensando que quizás ya le estaban fallando sus dones sobrenaturales. Llegó a oscuras hasta la cocina, de un sorbo bebió toda el agua y dejó el vaso vacío sobre la mesa. Lo sorprendió el repentino y brutal quiebre del vaso en pedacitos, alertándolo tarde para evitar una feroz embestida, acompañada de un gruñido gutural.

— ¡Mierda! —exclamó con la mandíbula tensa.

Intentó defenderse, pero la sombra le llevaba ventaja por tomarlo desprevenido. Quedó tendido contra el suelo, agitado, esperando que aquel ser se mostrase. La sombra lo observó por unos instantes, para luego tomar forma humana.

—Qué bueno verte aquí, Uriel —una sonrisa satírica se dibujó en sus labios.

—Hace mucho no me dicen así —masculló con pedantería—. Refiérete a mí como Abel.

Una macabra carcajada retumbó por toda la casa.

—No estás en disposición de imponerme nada, Abel.

—Tú menos, Leviatán —le refutó, frunciendo el entrecejo, recordando las facciones de aquel tipo que se le hacían familiar.

Leviatán se aproximó a él a una velocidad innatural, lo levantó por el cuello y clavó sus gélidos ojos sobre Abel. Trató de intimidarlo, había escuchado los rumores de su insubordinación y su actitud, quería comprobarlo por sí mismo. Sin embargo, este no se doblegó, mantuvo la compostura, mientras el demonio le sostenía la mirada y le trancaba la respiración. Jamás admitiría que lo intimidaba, era, por sobre todas las cosas, soberbio.

—Tengo una misión para ti —le advirtió luego de bajarlo.

— ¿De parte de quién? —preguntó Abel.

—Me lo reservo, por esta vez.

—No estoy interesado —confesó a secas.

El demonio se cruzó de brazos, chasqueó la lengua, y no dejó de sonreír con guasa. Abel le recordaba a aquellos demonios sin gracia, jóvenes, tan radiantes de arrogancia e impulsivos; pero en él había algo diferente. Había sido un ángel, y no uno cualquiera.

—Se aproxima una guerra, Abel, una que nos afecta a todos por igual. Ángeles, demonios, nos extinguiremos a causa del Armagedón.

— ¿Acaso en el Averno no hay un demonio lo suficiente eficaz como para recurrir a un ángel caído? —inquirió con aires de grandeza.

—Por ello recurrimos a ti.

Llegaron a un viejo hospital luego de que accediera, exactamente al ala de maternidad. Abel miró de un lado a otro, sin entender por qué se encontraban allí.

—Aquí se encuentran los traidores, pero no es a ellos a quien buscamos. Es a un bebé —Le explicó Leviatán. Como respuesta, Abel le lanzó una mirada incrédula—. Sí, un bebé. Si no le arrebatas la vida ahora mismo, no habrá marcha atrás. El fin vendrá pronto.

— ¿Tanto drama por un… bebé? —cuestionó.

—Dicha criatura no es humana, puede percibir mi esencia maldita. Por eso el indicado eres tú, a fin de cuentas, eres un ángel —expuso—. Es un híbrido, tú sabes bien qué significa eso.  
            
No cruzaron más palabras. Abel sabía en donde se encontraba la criatura, así que llegó hasta ella, sin premura, y la tomó entre sus brazos. A su cabeza le llegaron imágenes de un futuro que prometía bastante, sobre todo mucho poder para él. Dejó al bebé de nuevo en su cuna, con una sonrisa lobuna dibujada en su rostro. Sacó una daga, dispuesto a culminar su tarea.

Un llanto desconsolado alertó a las enfermeras.



Epílogo.

Años más tarde, el ángel caído disfrutaba de su vida mundana. Ya no le importaba ser juzgado por sus acciones, ya no habían cadenas que lo ataran.

Mientras veía la tarde pasar, sentado en un banco en medio de una plaza, algo llamó su atención. Una niña, con una cascada de rizos cobrizos, lo observó fijamente, mientras se rascaba una cicatriz en forma de ‘’A’’ que adornaba su antebrazo.

Abel le sonrió de vuelta a la niña, recordando la primera vez que la había visto en aquel hospital.



Clia LeBeau.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario