Érase una vez un rey egoísta y
glotón. Sus tierras eran fructíferas y hermosas, así que siempre tenía comida a
su alcance. De día, o incluso de noche, sus sirvientes danzaban como hormigas a
su alrededor, trayendo platos para llenar su estómago. El cual era tan ancho
como un lago y tan profundo como un pozo sin fondo. “Pam, pam, pam” sonaban los
pasos del Rey al caminar. Pues sus pies eran tan pesados que con su andar el
castillo temblaba de punta a punta.
El monarca había comido todo lo
que su reino tenía para ofrecer pero deseaba más. Dispuso entonces talar el
bosque encantado junto a su territorio, donde los campesinos afirmaban haber
visto criaturas mágicas, para conseguir nuevas tierras donde cosechar nuevos
alimentos. Cuando sus consejeros oyeron la orden gritaron aterrorizados.
—¡Pero, majestad! —.Allí viven duendes malvados y trolls y
brujas. ¿Acaso no teméis sus represalias?
—¡Bah! —contestó el Rey, demasiado ocupado comiendo pasteles—.¡Dejad
que se atrevan! Es imposible que lleguen a mí. Jamás caeré en sus trampas.
Así que el Rey comandó y su gente
obedeció. Al amanecer, se dirigieron al bosque. Apenas habían cortado tres
robustos árboles cuando de entre la maleza apareció un hombrecito de cabello de
fuego y orejas puntiagudas. Bastaba una mirada en su dirección para saber que
no era humano y fue por eso que los soldados, asustados, retrocedieron.
—¿Quién va? —preguntó el duende, pues eso era.
—¡Somos soldados del
Rey y venimos a talar el bosque! —respondieron los hombres.
—Permitid que hable con ese tal Rey primero —dijo el duende
pelirrojo.
Los aludidos accedieron de
inmediato pues tampoco se sentían con ánimos de seguir talando árboles en un
bosque maldito, arriesgándose a encontrarse con alguna bruja u ogro. El Rey, al
conocer al duende, rió y aquella risa rebotó por su barriga hasta crear un
sismo en la habitación. Le preguntó quién era y el por qué de su visita.
—Pido humildemente que su majestad se aleje de mi bosque—.dijo
el pequeñín al tiempo que hacía una profunda reverencia.
—¡Bah!—Ladró el rey, lanzando migajas en todas direcciones —¿Por
qué habría de hacerlo?
El duende sonrió, pues ya tenía un plan.
—Majestad, sé de buena fuente que sois amante de la comida.
Así que os ofrezco un trato: cocinaré para vos las tres comidas de un día;
deliciosos manjares provenientes de las mismas hadas. Si os gusta lo que os
preparo, dejaréis el bosque en paz. Si no, las criaturas mágicas nos
alejaremos, y el bosque será vuestro.
El Rey, incapaz de decir “no”
ante una propuesta como aquella, convino. Al día siguiente, el hombrecillo se hizo
cargo de la cocina sin compañía alguna. Solo, en dicha estancia, fraguó quién
sabe qué durante muchas horas. Cada platillo era dirigido directamente al Rey
glotón. Al llegar la noche ¡el monarca estaba encantado! E hizo llamar al
duende. Cuando él preguntó si el pacto que habían hecho sería respetado, el Rey
dijo:
—¡Bah! Por supuesto que no. Permaneceréis como mi cocinero
personal y sólo así no destruiré vuestro bosque.
El duende se carcajeó entonces, sorprendiendo a todos en la
pieza.
—No os preocupéis, Majestad. Por mi parte tampoco pensaba
cumplir el acuerdo.
He puesto en vuestros platillos
tres obsequios, uno por cada árbol cortado en mi hogar. El primero, castiga a
tu gente. El segundo, a ti mismo. Y el tercero, recordad muy bien pues es el
más importante, sacará a relucir vuestro verdadero ser.
El Rey, enfurecido, mandó a
apresar al duende. Sin embargo, apenas pudieron los guardias rozar su ropa
antes de que este hubiese desaparecido con un “¡Puf!” sonoro. En ese mismo
instante, en medio de la confusión y antes de que las palabras del duende
fuesen asimiladas, el Rey se sintió extraño. No sólo extraño, ¡sino más grande!
—¡El Rey se infla!—gritaron los presentes huyendo en todas
direcciones.
¡Y así era! El Rey, que ya era
enorme, se infló como un globo y empezó a rebotar en la habitación aplastando
todo a su paso. “Boing, boing, boing” hacía la pelota real al rebotar por el
castillo, para luego dirigirse a la aldea y destruir cuánta casa halló en su
vía. Cuando lograron por fin alcanzarle, ya se había desinflado. Pero el rey
estaba sediento y hambriento, así que pidió que le alimentasen. Horrible fue su
pesadilla al darse cuenta que la comida se volvía cenizas al entrar en contacto
con sus manos. Los súbditos huyeron, despavoridos. ¡No podría comer nunca más!
Entendió el rey, muy asustado, pensando únicamente en su estómago.
Se arrastró entonces al lago,
tratando de terminar su miseria de una vez por todas. Pero las palabras del
duendecillo rebotaron en su cabeza: “el tercero, sacará a relucir vuestro
verdadero ser”. Un extraño hormigueo recorrió su cuerpo y sintió cómo sus
extremidades, esta vez, se reducían.
—¿Qué sucede? —chilló el Rey.
Y el chillido sonó más animal que humano. ¡El Rey se había
transformado en un cerdo!
Se dice que fue encontrado por
una familia de hambrientos aldeanos, que por primera vez en mucho tiempo,
comieron chuletas de puerco.
Karmilla14
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