sábado, 9 de abril de 2016

Rojo

Rojo
En un avión llegando a la ciudad de Chicago la agente Clarice Starling danza en sus pensamientos.

-Es difícil liberarse de sombras que con las que dormiste,  tu alma se desdobla y te pierdes. Nadie huye de sí mismo, es imposible y la verdad nunca entendí como pasó, como me hundiste-. 

-Estar con él es una experiencia de matices santos, un hombre, un espectro, un dios.  Estar con él  es sofocarte de éxtasis y saber que el mal te espera pero no te importa, estar con Dorian es lanzarse a esas piscinas de pelotas multicolores en el parque de diversiones: naufragas mientras una perversa felicidad te traga-.
Chicago, seis meses antes.
 -Te amo –dijo él.
-Mientes-dijo ella.
-Te amo –dijo él.
-Basta –dice ella.
-Te poseo – dice él.
-Por fin algo de verdad – dice ella.
-Jajaja poseer es amar, en cierta forma- dice él.

-Tu solo te amas a ti mismo Dorian, me hipnotizas, miradas venenosas, palabras que marean.

- ¿Y que es amar entonces tonta mujer?, ¿cuál es tu ilusión bizantina del amor? Para mí, amor es pureza y créeme que de forma muy pura te poseo y tú con la misma pureza amas que lo haga. El amor es rojo y no por corazones y cartas y rosas estúpidas. Rojo y espeso y jamás conseguirás alguien que ame como yo, siempre seré yo, porque yo prevalezco…por siempre.

-No, lo que prevalece es tu arrogancia, no eres más que un pomposo con vibras de grandeza ¡yo atrapé al caníbal! ¡YO! Lo tumbe, cuando sus manos sedientas de carne humana me ansiaban. No pretendo seguir en este hechizo barato, usted no lo vale señor Gray.

-Cállate ya- dijo él.

Clarice para de hablar, no entiende como lo hace pero la envuelve sin esfuerzo, cuando Dorian mueve los labios su cuerpo flota y siente como  que un poder extraño la mueve, una fuerza seductora y malévola. Es su marioneta.

Lo que la detective Starling no sabía es que el señor Grey no era un hombre común,  oh no, nada común. En las pocas semanas de conocerlo se fue apropiando de cada milímetro de segundo en su mente.
El avión aterriza.
-No soy la misma, no soy débil.
La agente Starling intenta tomar un taxi, se siente abrumada y nostálgica, la ciudad le respira encima, frio y calor al mismo tiempo y una especie de peso sobre sus ojos.
-Basta Clarice- se dice.
Consigue un taxi y justo cuando lo va tomar,  sus ojos se embelesan con el caminar de una mujer en vestido rojo, su presencia pesa, camina con la seguridad de un tigre,  hipnótica. Clarice entra en un breve trance y a lo lejos, un susurro la estremece: "la única forma de escapar de una tentación es dejarse arrastrar por ella.[1]"
PIIIII suena la corneta
-¡Hey!- grita el conductor  -¡Hey chica!
Clarice reacciona.
-¿Si? – dice ella
-¡Móntate ya!
-Oh si, disculpe.
El taxi arranca, han pasado unos 20 minutos exactos cuando el taxista le habla.
-Él tenía razón, eres muy hermosa.
-¿Perdón?
-¿De verdad creíste que  él no sabría que regresabas?
-¿Qué?
El taxista cambia de rumbo, no habla más, sus ojos se nublan de un rojo macizo. No es el mismo y Clarice reconoce el aroma de Dorian en el taxi.
-¡Detente!-
Una súbita mudez se apropió del conductor. El taxi entra a una familiar calle, una mansión de mármol blanco y recuerdos borrosos la espera al final.
Mientras el auto disminuye la velocidad, el demonio de traje la espera, hermoso y perfecto. El taxi se detiene, la agente Starling intenta huir del auto desesperada pero apenas sale del el hombre dice:
-Clarice detente-
La mujer obedece.
-Clarice, bésame-.
Sin saber cómo su cuerpo obvia por completo sus pensamientos se abalanza a besarle. Esta aterrada pero no puede dejar de besarlo, su cuerpo no se lo permite.
-No temas Clarice-dice él.
Una especie de calma la arropa.
-¿Cómo lo haces? ¿Cómo me controlas? Soy policía, esto no me puede pasar a mí.
-Jamás lo entenderías mi amor…el viaje te ha hecho bien, estas hermosa. Entra a la casa.
La agente obedece y cuando están a punto de avanzar Dorian dice:
-Tranquila, pronto serás libre.  Ahora vamos, tengo una pintura que mostrarte.
Aaron




[1] Wilde, Oscar (2006). El retrato de Dorian Gray. El retrato del señor W. H. introducción de Luis Antonio de Villena.

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