El
pecado del Uriel.
En
la cúspide de un cielo imperial, yacían las Jerarquías Angelicales reunidas en
un juicio por la desobediencia de uno de los Siete Arcángeles. Se le acusó de rebeldía
y arrogancia. El condenado se mantuvo sosegado, con la mirada sombreada y no
como solía ser antes de manchar su casi incorruptible nombradía; con la
comisura derecha de sus labios ligeramente arqueada hacia arriba.
—Se
ha tomado la decisión de expulsarte del Reino del Cielo —afirmaron con
contundencia los tres Arcángeles principales que quedaban.
Él se despertó en medio de la noche,
sobresaltado, luego de soñar con aquello sucedido hace un siglo. Secó el sudor
de su frente, se dispuso a ponerse de pie en el momento en que se dio cuenta de
que no estaba solo.
Salió de su oscura alcoba muy alerta, con
parsimonia, sin encender ninguna luz. Aquella presencia maligna aumentaba, cosa
que lo ponía más ansioso, nervioso, puede que con algo de preocupación, pero
primero tendrían que arrancarle la cabeza antes de admitirlo. Siguió su camino
por el pasillo sombrío, mientras una gota de sudor descendía por su espalda. Se
paró en seco, moviendo sus pupilas bajo la penumbra en busca del indeseado,
pero no lograba dar con él.
Soltó un fuerte suspiro, pensando que quizás ya
le estaban fallando sus dones sobrenaturales. Llegó a oscuras hasta la cocina,
de un sorbo bebió toda el agua y dejó el vaso vacío sobre la mesa. Lo
sorprendió el repentino y brutal quiebre del vaso en pedacitos, alertándolo tarde
para evitar una feroz embestida, acompañada de un gruñido gutural.
— ¡Mierda! —exclamó con la mandíbula tensa.
Intentó defenderse, pero la sombra le llevaba
ventaja por tomarlo desprevenido. Quedó tendido contra el suelo, agitado,
esperando que aquel ser se mostrase. La sombra lo observó por unos instantes,
para luego tomar forma humana.
—Qué bueno verte aquí, Uriel —una sonrisa
satírica se dibujó en sus labios.
—Hace mucho no me dicen así —masculló con pedantería—.
Refiérete a mí como Abel.
Una macabra carcajada retumbó por toda la casa.
—No estás en disposición de imponerme nada, Abel.
—Tú menos, Leviatán —le refutó, frunciendo el
entrecejo, recordando las facciones de aquel tipo que se le hacían familiar.
Leviatán se aproximó a él a una velocidad
innatural, lo levantó por el cuello y clavó sus gélidos ojos sobre Abel. Trató
de intimidarlo, había escuchado los rumores de su insubordinación y su actitud,
quería comprobarlo por sí mismo. Sin embargo, este no se doblegó, mantuvo la
compostura, mientras el demonio le sostenía la mirada y le trancaba la
respiración. Jamás admitiría que lo intimidaba, era, por sobre todas las cosas,
soberbio.
—Tengo una misión para ti —le advirtió luego de
bajarlo.
— ¿De parte de quién? —preguntó Abel.
—Me lo reservo, por esta vez.
—No estoy interesado —confesó a secas.
El demonio se cruzó de brazos, chasqueó la
lengua, y no dejó de sonreír con guasa. Abel le recordaba a aquellos demonios
sin gracia, jóvenes, tan radiantes de arrogancia e impulsivos; pero en él había
algo diferente. Había sido un ángel, y no uno cualquiera.
—Se aproxima una guerra, Abel, una que nos
afecta a todos por igual. Ángeles, demonios, nos extinguiremos a causa del
Armagedón.
— ¿Acaso en el Averno no hay un demonio lo
suficiente eficaz como para recurrir a un ángel caído? —inquirió con aires de
grandeza.
—Por ello recurrimos a ti.
Llegaron a un viejo hospital luego de que
accediera, exactamente al ala de maternidad. Abel miró de un lado a otro, sin
entender por qué se encontraban allí.
—Aquí se encuentran los traidores, pero no es a
ellos a quien buscamos. Es a un bebé —Le explicó Leviatán. Como respuesta, Abel
le lanzó una mirada incrédula—. Sí, un bebé. Si no le arrebatas la vida ahora
mismo, no habrá marcha atrás. El fin vendrá pronto.
— ¿Tanto drama por un… bebé? —cuestionó.
—Dicha criatura no es humana, puede
percibir mi esencia maldita. Por eso el indicado eres tú, a fin de cuentas,
eres un ángel —expuso—. Es un híbrido, tú sabes bien qué significa eso.
No cruzaron más palabras. Abel sabía en donde se
encontraba la criatura, así que llegó hasta ella, sin premura, y la tomó entre
sus brazos. A su cabeza le llegaron imágenes de un futuro que prometía
bastante, sobre todo mucho poder para él. Dejó al bebé de nuevo en su cuna, con
una sonrisa lobuna dibujada en su rostro. Sacó una daga, dispuesto a culminar
su tarea.
Un llanto desconsolado alertó a las enfermeras.
Epílogo.
Años más tarde, el ángel caído disfrutaba de su
vida mundana. Ya no le importaba ser juzgado por sus acciones, ya no habían
cadenas que lo ataran.
Mientras veía la tarde pasar, sentado en un
banco en medio de una plaza, algo llamó su atención. Una niña, con una cascada
de rizos cobrizos, lo observó fijamente, mientras se rascaba una cicatriz en
forma de ‘’A’’ que adornaba su antebrazo.
Abel le sonrió de vuelta a la niña, recordando
la primera vez que la había visto en aquel hospital.
Clia LeBeau.
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